Utilizando como reclamo comercial, morboso e ideológico un encuentro casual entre dos personas en mitad de la noche romana y su posterior desarrollo amatorio en el interior de una habitación de hotel, Julio Medem elabora una película cuya finalidad última es la reivindicación de sí mismo como artista y creador cinematográfico, como autor. Y este celo autoral auto-vindicativo desbarata la carga de profundidad del artefacto artístico que pretende articular, malbarata la esencia nutricia sobre el que se quiere edificar, abarata una propuesta de desnudez de la sustancia más íntima de la condición sentimental y humana, para simplemente ofrecer una epidermis esteticista y culturalista ahíta del soplo vital que debería recubrir todos y cada uno de los poros de la piel (película) mostrada al espectador.
Que la pareja protagonista esté constituida por dos mujeres responde a una estrategia ideológica y estética del director muy bien calibrada (amén de toda la explotación comercial, mediante la exhibición del espantajo del escándalo y la reacción cavernaria subsiguiente que puede generarse mediáticamente). El eterno femenino sobrevuela toda la historia, desde diversas perspectivas.

No obstante este explícito telón lesbiano, Medem lo escenifica de la manera más trillada y tópica: una Elena Anaya (Alba) con el pelo a lo garçon desempeñando el rol activo (masculino), frente a una sumisa y dúctil Natasha Yarovenko (Dasha o Natasha) en el papel femenino (pasivo). Los cuerpos de las mujeres son iconos para las fantasías o el imaginario erótico-sexual masculino: la contundencia de su belleza se apropia de la pantalla, en una apología del esteticismo sensorial y sensual en detrimento de una mayor naturalidad de representación de la “realidad” lésbica de carne y hueso.
Prueba de este desaforado culturalismo estetizante es el propio afiche comercial de la película: todo un guiño a ese mencionado eterno femenino que la historia del arte desarrolló a partir del último tercio del siglo XIX, a partir del prerrafaelismo, del modernismo, la secesión, etc., origen de las iconografías sexofóbicas de la mujer (la depreadadora, la femme fatale), posteriormente aclimatadas como fetiches eróticos de la libido masculina, hasta alcanzar cierto estatuto pseudoartístico en las fotografías y filmes de David Hamilton (Tiernas caricias, Las canciones de Bilitis).

La mención al Ágora es todo un homenaje al amigo Amenábar, a su Hipatia, a un cine de recreación histórica con un señuelo de reivindicación feminista anacrónica e interesada que tan buenos créditos ha dado en taquilla. También es un extenso anticipo, al modo del mecanismo que utiliza Tarantino en sus películas, del próximo proyecto de Medem: ilustrar la vida y hazañas de Aspasia de Mileto, la mujer o compañera de Pericles. Aspasia es el nombre con que Alba, ingeniera mecánica, ha bautizado su último proyecto o invento: una especie de ciclomotor de última generación, ecológico y sostenible, faltaría más. ! El eterno femenino se transmite a través de los siglos. La mujer empieza a ocupar el lugar que le corresponde!
Un fresco que hay pintado en el techo del baño, una especie de recreación de la Alegoría de la primavera de Boticcelli, sirve para insertar el componente propiamente amatorio: una flecha de Cupido, en una secuencia poético-surrealista, hiere el corazón de la vulnerable Alba, tiñendo de rojo el agua de la bañera en que intenta ahogar el dolor por la inminente separación.
Finalmente, una estatuilla de la “Venus de Milo” estratégicamente ubicada y blandida por las protagonistas continúa aportando materia artística, referente cultural.
El carácter de entramado escenográfico que adquiere la habitación viene remarcado por el nombre del hotel: “Pompeio”, levantado sobre las ruinas del antiguo teatro “Pompeio” de la Roma imperial. Pues el director de Lucía y el sexo tiene meridianamente claro la tarea que se ha encomendado: subvertir desde dentro de la propia representación los elementos sobre los que ésta se sustenta. Tal subversión se convierte en un mero ejercicio caligráfico de egolatría autoral, de ostentación de sapiencia cinematográfica invasiva del relato, del guión que deviene en un simple MacGuffin por cuyos vericuetos deambula la cámara-mirada del director.
La materia argumental, la sustancia de los personajes y su construcción dramática son clamorosamente descuidados por Medem. La concentración espacial y la reducción temporal le obligan a una condensación en la enunciación y en la historia de la que deberían brotar los destellos poéticos que se persiguen. Sin embargo, el diálogo que se genera entre los cuerpos desnudos deviene ramplón y simplón, entrecortado, confeccionado más que con un sutil hilvanado, con hachazos narrativos.

Finalmente, se llega al meollo anímico de ambas mujeres: comparten una experiencia dolorosa, pretendidamente trágica (en el caso de Natascha roza el ridículo el tratamiento que se le da a los abusos sexuales paternos: origen de su sexualidad como mirona, ergo, motivo de placer, ahí es poco). Alba parece una nueva Sherezade contando historias de Las mil y una noches. Su quiebra emocional nos es mostrada mediante una filmación de móvil, en una especie de relato enmarcado actualizado por las nuevas tecnologías. Este breve cuento es protagonizado por Nawja Nimri, en euskera: peaje ideológico, seña de identidad medemniana.
Pero es en el movimiento de la cámara, en el propio discurso y enunciación de las imágenes, donde Medem explota sin ningún recato su satisfecha autoría. La película empieza y acaba con un largo plano secuencia que es toda una declaración de principios: la habitación es el panóptico que la cámara mostrará, el bisturí con el que intentará diseccionar emocionalmente a sus personajes. Nos mostrará sus cuerpos, pero poco más, pues la técnica sin más sólo es un instrumento, un mecanismo, pero no un fin en sí mismo.
Pero es en el movimiento de la cámara, en el propio discurso y enunciación de las imágenes, donde Medem explota sin ningún recato su satisfecha autoría. La película empieza y acaba con un largo plano secuencia que es toda una declaración de principios: la habitación es el panóptico que la cámara mostrará, el bisturí con el que intentará diseccionar emocionalmente a sus personajes. Nos mostrará sus cuerpos, pero poco más, pues la técnica sin más sólo es un instrumento, un mecanismo, pero no un fin en sí mismo.
El primer acto sexual es narrado desde una perspectiva imposible: desde dentro del cuadro protagonizado por Alberti que se encuentra encima de la cabecera de la cama. Para justificar esta imposibilidad (no estamos ante una película de ciencia ficción), Medem se ampara en el panoptismo generalizado y extendido a través de las nuevas tecnologías, a través de las imágenes captadas por los satélites y que el ordenador de Alba (verdadera ventana al exterior, más que la propia terraza del hotel) introduce en el espacio cerrado, al mismo tiempo que sirve para tanto para argüir sus mentiras como para desvelarlas.
Los únicos vestigios de esta noche de amor fou y catártico serán los que almacene ese ojo omnisciente y ubicuo. Allí se almacenará el secreto de una historia, un remedo de adulterio sin matrimonio (convencional), para consuelo y souvenir de las protagonistas.

Como decía Cesar Vallejo “En fin, simplificado el corazón,/pienso en tu sexo”. Una lástima y un derroche: por la ausencia de sentimiento que la película y el espectador requería y por el exceso de manierismo ornamental con que se cubre tal ausencia.
Como veréis, de principio a fin es un ejercicio de pedantería extrema. Aquí tenéis el enlace al blog donde lo he leído.
El mío es este: Davall un cel violeta
Si lo encontráis pedante también, no dudéis en usarlo si es menester :P
Besos
Como veréis, de principio a fin es un ejercicio de pedantería extrema. Aquí tenéis el enlace al blog donde lo he leído.
El mío es este: Davall un cel violeta
Si lo encontráis pedante también, no dudéis en usarlo si es menester :P
Besos
Mª José