Para hablar, el pseudorretórico busca oyentes que no sepan de qué habla. Conoce las miradas perplejas y el parpadeo del desamparo cuando se dirige a alguien, y sólo se lanza a perorar si el desamparo le parece suficiente. Las ideas afluyen a su mente y pronto dispone de una cantidad pasmosa de argumentos que, en otras circunstancias, no se le habrían ocurrido: siente cómo puede ir enredándolo todo y se encumbra hasta el más recóndito de los delirios: en torno suyo la atmósfera se carga de oráculos.
Pero hay de él si por el rostro del interpelado cruza una iluminación repentina, algún atisbo de comprensión: el pseudorretórico se derrumba por dentro, se atasca, tartamudea, se interrumpe, vuelve a probar sumido en la más penosa de las turbaciones y, cuando ve que todos sus esfuerzos so vanos, que el otro entiende y está dispusto a seguir entendiendo, se rinde, enmudece y se aleja bruscamente.
Tales derrotas no son, sin embargo, frecuentes. Las más de las veces, el pseudorretórico logra permanecer incomprendido. Tiene experiencia y escoge a su gente, no se dirige a cualquiera. Conoce a esa especie que se presta a todo. ¡Como si alguien pudiera prever sus temas de conversación! Ni él mismo los conoce de antemano...
Fragmento de
El pseudorretórico, de Elías Canetti.